¿Cómo sería un Perú formal?
Por Guillermo Nugent
Lo mejor y lo peor del siglo XX surgió de identificar lo absolutamente nuevo con la destrucción de cualquier cosa considerada como vieja o antigua. Escapar del encierro del presente exigía el olvido revolucionario de todo lo circundante. En el arte, la política y la economía, la destrucción de lo viejo era un imperativo. El progreso era indefinido para unos y la utopía estaba lejos para otros pero, de cualquier forma, había que apurar el paso. Los mejores esfuerzos, las victorias más contundentes, los fracasos más estrepitosos y las crueldades más extremas compartieron esta perspectiva en el siglo que pasó.
En algún momento no muy distante, sin embargo, cobró forma una manera diferente de encarar el anuncio y la exhibición de las partes más creativas de nuestro mundo. Ya no se trató de inventar elementos nuevos. Ahora está presente, cada vez más, una sensibilidad que explora la novedad en la conexión de elementos diversos, casi antagónicos, que difumina las fronteras de la pureza y la impureza. Cómo hallar lo sorprendente desde lo más familiar. Esa es la respuesta más efectiva a los fundamentalismos y xenofobias de la hora presente que se empeñan en asimilar cualquier novedad como parte de una convicción inconmovible.
Los trabajos que nos entrega Ana de Orbegoso plantean una distancia crítica e irónica respecto de los pasados, identidades y actualidades. Los marcos barrocos de nuestra cultura pública quedan preservados, no son destruidos. Pero la sorpresa queda reservada para lo que entra en el marco, y muy específicamente el rostro. Al revisar la iconografía de vírgenes coloniales, de Orbegoso pone en evidencia y cuestión los límites vigentes entre quienes están fuera y dentro del marco. Es el trastorno de ese orden que aún hoy pasa por tal en el reconocimiento oficial.
Si no existiera la informalidad, todo ese mundo que está fuera del marco y la materia de la que está hecha la mayor parte de nuestra vida diaria, la muestra que presenta Ana sería incomprensible. Seguramente la diferencia entre los rostros que están dentro y los que están fuera serían mínimas, todo no pasaría de cuestión de ropas. O algún otro rasgo del entorno. Las imágenes de esta muestra apuntan a responder una pregunta muy sencilla, raras veces planteada de manera explícita. ¿Cómo sería nuestro país formalizado, enmarcado?
Los temas elegidos son los espacios de veneración de imágenes de los tiempos coloniales. En sus inicios fueron eficaces en la medida en que indicaban una singular mezcla de subordinación y negociación, un tránsito “del paganismo a la santidad”, según la afortunada expresión de Juan Carlos Estenssoro. Fue a la república –desganada más que derrotada, el período de la ciudadanía mezquina y a cuentagotas– que correspondió confundir, fusionar, a la mayor parte de la población con una dimensión temporal, con un pasado clausurado, milenario, maravilloso mientras no tuviera contacto con el presente. Ahí de lejos nomás, para ilustración telúrica o como desván de la herencia colonial.
Ese es el otro ángulo de la experiencia estética que propone Ana de Orbegoso, un ir y venir fluido, festivo entre las formas del pasado y los rostros del presente. Las mujeres ya no tienen que aparecer con esa mirada simultánea e imposible de vírgenes y señoras. Para estar en el cuadro les basta presentarse como en la vida diaria.
La muestra nos ayuda a sentir y entender el futuro como un arte de las combinaciones, de juntar, de reunir, de permitir que las imágenes abran posibilidades para los conceptos.