El abuelo solía decir, apelando a un refrán popular, que él era un serrano de angas y mangas. Muy consciente de lo que hacía y decía, con la infalible estrategia de un viejo, así no esperaba dar mayores explicaciones a nadie. Los refranes eran verdades absolutas, se pronunciaban como si fueran sentencias inapelables por lo menos en la casa y en el pueblo donde había nacido y se había criado, pueblo que, ubicado cerca de Llamellín, se baña en aguas de la misma cuenca y, como para protegerse mejor, se esconde también detrás de las montañas de la misma cadena. Por otra parte, para lo que en el caso serrano es filiación orgullosa, en Lima y El Caribe hay otro dicho que alude a una descalificación sospechosa: quien no tiene de dinga tiene de mandinga. Hace tiempo que el abuelo se murió y que sus hijos y nietos, ilusionados por esto que la gente de hoy llama vida, se encuentran mucho más lejos de la casa, el pueblo, los ríos y los cerros tutelares que vigilaron su niñez. A todos ellos, Soy andina les invoca ahora con esa voz ancestral de abuelos milenarios y, en cada ritmo de sus danzas, les insiste en que los serranos de angas y mangas nunca llegaron más allá de Lima. Les asegura ser, además, la única que sin desmayar está de ida y de vuelta, bailando, cantando feliz con esos viejos Apus igual en la sierra de angas y mangas como en la costa de dingas y mandingas, en la gran metrópoli de gringos como en los pueblos apartados de indios y mestizos: en inglés, español y quechua, por supuesto.
1. La gesta del texto migrante andino multilingüe
La radio transistor alborotó por completo la tranquilidad de los hogares andinos durante toda la última mitad del siglo anterior. Ese aparato fue en los Andes, como lo fue la escritura en su momento, un cataclismo social y cultural. Los serranos dejaron inmediatamente de lado el ideal de sacrificarse por un caballo de paso, y los que ya lo tenían preferían venderlo, para comprarse una radio. El abuelo vio a uno de sus hijos, fiel a la tradición andina de los intercambios pero no al caballo, simplificar la operación cambiándolo por un aparato que, en vez de comer y cagar sin cesar antes de llevarlo a algún pueblo cercano, le traía y hacía hablar o cantar el mundo entero ante sus pies. Los que se habían ido a la costa volvían de visita, orgullosos, con una radio a todo volumen entre los brazos. Las chozas más humildes se llenaron de antenas que parecían más bien pararrayos. Niños y jóvenes se arremolinaban en las esquinas, al lado de alguna ventana desde donde la radio trasmitía noticias y, los fines de semana, partidos de fútbol. Surgían apuestas por cajas de cerveza o por dinero, se ganaban o perdían amigos en escuelas y colegios de acuerdo al locutor y al equipo de los que te considerabas hincha; pues, las amistades ya no se entablaban como antes por alguna afinidad de ser. Tampoco se componían e improvisaban canciones siguiendo la costumbre de inspiración popular a través de siglos y aprender a tocar algún instrumento típico pasó a un segundo plano, ya que era más fácil memorizarse cualquier letra y tonada cuya interpretación en la radio no sólo sonaba mejor sino que pasaba por profesional. Las serenatas se podían hacer también con radio, sintonizando programas de música andina que se trasmitían a partir de las tres de la mañana y en los que podían enviarse, a veces con seudónimos o nombres claves, mensajes y saludos especiales para la amada secreta. Las mujeres hablaban de perfumes raros, repetían comerciales con cierta gracia, como el de coca cola la chispa de la vida, y a todos les atraía escuchar avisos y anuncios. A esa generación despidió el abuelo, a la que cambió caballo por radio y salió de su pueblo a pie y en como una avalancha[1], para buscar en Lima, sin saber exactamente dónde, más radios y tantas otras maravillas inútiles. Es que la tierra del abuelo no era, aunque en algo ha de parecerse, el pujante Puquio de José María Arguedas que a fuerza del trabajo comunal indígena construyó, para sorpresa de todo el mundo, el último tramo de su carretera en cuestión de días con el simple propósito de regocijar a sus pobladores, cuyo resultado inmediato encaminaría a la mayoría de jóvenes puquianos hacia la costa y mejoraría, contra los intereses económicos de los más acomodados del lugar, el precio de los productos de las comunidades indígenas en el mercado local[2]. La tierra suya, en cambio, se hallaba en extrema pobreza. Abandonadas a causa de la erosión y cercenadas por culpa del minifundio, las pequeñas haciendas y contadas comunidades se habían acabado antes de que la carretera llegara. Lo único que sobrevivió fue Toma la Mano, la mina que en manos de una familia con cierto poder económico sirvió de incentivo, bajo un lema desarrollista, para que se agilizaran las gestiones y se culminara la construcción de una carretera afirmada todavía en los años setenta del pasado siglo. Pocos fueron los jóvenes que salieron por esta carretera en comparación a las toneladas de metal que se transportaron a la refinería de Chimbote. Al contrario, quienes se habían alejado del pueblo, ya sea a pie o a caballo, volvían en camionetas para hacerse mineros también ellos. Se dio así, a finales de siglo, una explosión de mineros circunstanciales, cuyo futuro resultó más corto que la veta de metal que creían haber descubierto, porque tras ellos llegó Don Bosco, una misión religiosa italiana, que instaló talleres de escultura y grabado de madera tallada en las iglesias de toda la zona, incluyendo Llamellín, e hizo de cada uno de esos pueblos un pueblo de artesanos, quienes han entregado trabajo y alma al cura y las iglesias, a la misión. La carretera, sin embargo, permite en la actualidad el ecoturismo y que los nativos de la zona residentes en distintas ciudades del Perú y el exterior, como en el caso de Nélida Silva, vuelvan junto con familiares y nuevos amigos a celebrar sus fiestas patronales y, a la vez, reencontrarse cada año con los suyos.
Pero, si la migración fue estimulada por las fantasías de la radio y por las nuevas carreteras como una incitación constante de aventura hacia lo desconocido, el objetivo primordial que todo migrante andino perseguía era la educación. El gran éxito consistía en llegar a ser alguien profesional. A nadie le importaba que al final uno, por cualquier motivo, no ejerciera la profesión. El hecho era tener un título, un diploma, aunque fuera para tenerlo colgado en casa. Por eso es que, en Lima, los colegios secundarios del turno nocturno y las universidades nacionales, como la Universidad de San Marcos y la Universidad Federico Villarreal —a la que asistió Nélida—, se llenaban de migrantes andinos que alternaban el estudio con trabajos de todo tipo, desde servicios domésticos hasta negocios propios[3]. Esas aulas servían también de terapia, donde todo andino terminaba encontrándose a sí mismo, ya sea asimilado, aislado e inclusive renegando de sus raíces, o radicalizado, asumiendo con orgullo su identidad andina. Los que se asimilaban lucharon por ser aceptados, reconocidos dentro de la sociedad limeña. Para los que no se había asimilado quedaba como refugio de fines de semana un nuevo y rico panorama cultural: programas de radio, coliseos, clubes departamentales, fiestas patronales, asociaciones de música y danza folklóricas, peñas, bohemia en barriadas y también un poco de literatura en talleres de poesía y narración. Éste es el ambiente cultural que con la crisis económica y la violencia política de los años 80 se dispersó. Algunos se regresaron a los pueblos de donde habían venido o, radicalizándose aún más, engrosaron las filas de la violencia donde, al mismo tiempo, había gente desengañada que se alejaba de ese camino. Los otros, si no lograban quedarse por allí camuflados estratégicamente entre la clandestinidad y la resistencia pasiva, se iban muy lejos, lejos de sus pueblos y lejos del Perú; tal vez, porque no tenían valor para sumarse a la lucha armada ni eran tan apestados como para hacerle el juego a la corrupción gubernamental. La fuga hacia las metrópolis internacionales, en interacción con migrantes de otros países andinos, marcó el inicio de la aparición de una variante nueva de texto andino migrante, un texto sumamente complejo, sofisticado y único que supera en todo sentido a los que tradicionalmente estábamos acostumbrados hasta no hace mucho: aquellos textos andinos bilingües, en quechua y español en su mayoría, testimonios de tradición escrita y oral y, sobre todo, anclados entre la sierra y la costa. Este nuevo texto de alta tecnología, un tecnotexto migrante, combina, en cambio, no sólo ambas tradiciones, la escrita y la oral, sino también la imagen fotográfica, la voz y la música en el cine, el video y la cibernética. Además, en la materialización de su discurso, apela multicultural y simultáneamente a tres lenguas diferentes: inglés, español y quechua. Y por la naturaleza de su desplazamiento geográfico, se mueve, ampliando el mapa del horizonte cultural andino, entre remotos pueblos serranos, distintas ciudades y la gran metrópoli mundial, entre el plano local, regional, nacional e internacional, todo en una dinámica yuxtaposición espacial de “aldeal global”.
El primer intento de texto andino audiovisual en migración transnacional se dio cuando el cochabambino Luis Morató Lara, recién llegado de Bolivia a Iowa City como estudiante graduado, en los primeros años de la última década del pasado siglo, grabó unos videos, que los distribuyó entre amigos, paisanos y conocidos, declamando poesías en quechua, español e inglés, de su propia creación, con acompañamiento musical de zampoñas y con vistas panorámicas de Cochabamba como imágenes de fondo. La incursión de Morató Lara en el video como medio de difusión para sus poesías no tuvo la repercusión esperada, entre otras cosas, por su limitada e informal producción[4].
La otra variante de texto migrante andino trilingüe —inglés, español y quechua— pertenece al chalhuanquino en Nueva York, Fredy Roncalla. Fredy, inquieto estudiante de su época en la Univerisad de Cornell, asistente de investigación de la antropóloga Billie Jean Isbell y candidato para ser discípulo de John Murra, como tantos otros reconstructores de la imagen del “buen salvaje andino”, pronto se decepcionó y renunció a las bondades universitarias para irse a vivir como artesano y artista de la calle, libre de zancadillas académicas, vendiendo él mismo sus creaciones, joyas y grabados, no sólo en el mercado al aire libre de El Sojo, sino en ferias dominicales y en exposiciones esporádicas de distintas ciudades norteamericanas[5]. Robándole tiempo a la artesanía para alternar con la literatura, este joven disidente de la antropología andina en Ithaca publicó sus originales Escritos mitimaes: Hacia una poética andina postmoderna (1998), un libro de poesías y ensayos en el que introduce una poética migrante andina multilingüe. La propuesta poética y polémica planteada en el libro y en los trabajos posteriores, que en su mayoría se mantienen todavía inéditos, merece un estudio aparte y detenido[6]. Para los fines de presentación en este breve inventario, se precisa mencionar que Escritos mitimaes intercala, en su estructura, ensayos y poemas en forma de diálogos continuos más allá de géneros, lenguas y fronteras. La experiencia migrante, donde la “intención de acortar la distancia de vivir fuera del país”, se entronca al sistema de los mitimaes incaicos, amplía el horizonte cultural del “archipiélago andino, para usar una feliz frase de Murra”, y reclama, al margen de la latina o hispana, la perspectiva andina postmoderna para discutir, poetizar y “decir que es posible pensar como andino en Nueva York”, en cualquier otro lugar y en cualquiera de las tres lenguas implicadas.
Otro tipo de texto migrante andino es el que se presenta en las “Las vírgenes urbanas”, remodeladas, retocadas por las manos de una artista como Ana de Orbegoso, con una carrera brillante en pintura y fotografía, y templadas con la voz de un poeta como Odi González, a quien tratar de coronarse de poeta en tres lenguas no le parece nada imposible ni insólito. Para lograr su cometido artístico, Ana se ha ido a las iglesias, conventos, museos y archivos, donde estas imágenes coloniales, hoy iconos religiosos y santas patronas de festividades en infinidad de pueblos, se encontraban custodiadas por ser obras consagradas de arte colonial. Con la maestría y el talento en técnicas de montaje y collage, pero quién sabe por qué instinto de mujer y de artista, ella les cambió de cara y de vestimenta a todas. Les agregó, además, según correspondía a cada una, un collage de danzantes folklóricos, una fotografía de niños huérfanos, un ramo de flores o cualquier otro motivo actual y les sacó a las calles del Cusco, grabadas en inmensos lienzos en los que se camuflaba la gente que las llevaba mostrando al público como si se tratara de un estandarte. Las vírgenes afuera respiraron un poco de aire fresco, se sacudieron el polvo de tantos años de enclaustramiento y se sahumaron con los sabores, olores y colores de la por demás grotesca realidad urbana. Luego, antes de que se le escabulleran en cualquier trifulca callejera o misión purificadora, Ana les tomó fotografías a las que Odi, que por su parte ya había ensayado hacer hablar a las vírgenes de la Escuela Cusqueña en su poemario, La escuela de Cusco (8888), se encargó de presentar a un público mucho más amplio en versos quechuas acompañados de una traducción al español y al inglés. Dicen que en estos días “Las vírgenes urbanas” andan por los salones de exhibición en Lima y Nueva York. Además, como para que no se lamenten ni se impacienten aquéllos que no tuvieran la suerte de encontrarlas en ninguna de estas ciudades, ellas se han retratado, generosas como siempre, cargando nuevos hijos en los brazos, y están a la espera de visitas en las páginas del internet o circulan en revistas y en formato de libro, con una leyenda en la que, solícitas, se disponen a contar su vida y sus milagros en la lengua —quechua, español o inglés— y en la forma que los miles de devotos o aficionados prefieran: oral o escrita. Vagando así fuera de su recinto tradicional, equipadas de un repertorio de imágenes sagradas y de versos profanos, fruto original, auténtico, del trabajo en equipo entre una artista y un poeta, cuyo lejano antecedente se halla en la vida itinerante y en las páginas delirantes de la crónica de Guamán Poma de Ayala que intercala, a su modo, dibujos y textos escritos en un quechuañol dramático, “Las vírgenes urbanas” se han convertido en madres forasteras, viajeras incansables a través de la tecnología de la imagen y la palabra, que ahora se hospedan en galerías, deambulan por ciudades, aparecen en versión electrónica y, ante todo, se realizan como otra variante importante de textos andinos en migración[7].
2. El documental andino como texto migrante
Hay que celebrar la aparición de Soy andina, la realización de un proyecto que a principios de este milenio nació, como había nacido la salsa en sus tiempos, en Nueva York. Después de muchos años de trabajo de filmación en todo el Perú, Nueva York y Nueva Jersey, la película Soy andina se puso en circulación a finales del año pasado, en formato de DVD, en versión bilingüe —inglés y español—, bajo el sello de Lucuma Films y bajo la producción y dirección de Mitchell Teplistky. Es el primer documental sobre el tema de la identidad, la música, el baile y la migración andinas que, en todo sentido, debe su existencia al esfuerzo no sólo independiente sino completamente individual, y por eso mismo monumental, que ha desplegado su director y productor. Se ha proyectado, en una gira auspiciada por la Embajada de los Estados, en las ciudades más importantes del Perú y, en los Estados Unidos, en Nueva York, San Francisco y Chicago, aparte de algunas universidades que se esforzaron por ofrecer a sus estudiantes, a manera de primicia, la proyección de la película y el testimonio de su director y de una de sus protagonistas. Ha recibido el premio al mejor director, otorgado por Latin American Realities en Two River Film Festival y el reconocimiento oficial de los siguientes festivales: Latinbeat at Lincoln Center, New York Hispanic Film Festival, Boston Latino Film Festival, Chicago Latino Film Festival, Santa Barbaba International Film Festival, and Dance on Camera (Jacob Burns Film Center). Las protagonistas de la historia biográfica que se documenta en la película son dos mujeres avecindadas en Nueva York, Nélida Silva y Cynthia Paniagua, danzantes de música folklórica andina y peruana de nacimiento, la primera, y de música moderna, la segunda, pero cuyos padres son de Puerto Rico y Perú. La técnica narrativa en la que se organizan los acontecimientos sigue, en forma paralela, el hilo de la simultaneidad temporal y espacial para ambas protagonistas, quienes salen y entran en la pantalla cada una de manera alterna, actuando por lo general en diferentes ciudades; pero, si de vez en cuando ellas aparecen juntas, éstas son escenas cortas, más bien de encuentros y reencuentros claves, que sirven de conexión con el siguiente episodio. El discurso en la película apela tanto al lenguaje articulado como al del baile y la música. Algunos pasajes se mueven en los límites de la comunicación. Aquella experiencia que no halla su expresión apropiada, el sentido preciso en el lenguaje verbal debe de tenerlo, si no es en el baile en la música. Su aporte más significativo en el plano textual radica en haber rescatado y explotado al máximo el lenguaje corporal y el mundo musical que, por limitaciones obvias de tecnología, habían quedado fuera del alcance de los tradicionales textos andinos, tanto escritos como orales. La actual generación de los pueblos andinos, que ya ha pasado de la radio transistor al televisor y a la computadora, con similar entusiasmo con que la anterior adoptó la radio, podrá ver y comprobar en Soy andina, que Nélida no se fue de Llamellín sino para quedarse bailando en sus calles y plazas[8].
La filmación de Soy andina se realizó a través de un largo viaje sin rumbo cierto y transitando distintos caminos de exploración creativa que, en el fondo, recogen una misma experiencia, la de vivir la migración en una doble dimensión: la interna o nacional y la externa o transnacional. La primera migración alude a la temprana edad en que uno abandona las entrañas de su pueblo para tratar de reubicarse en otro espacio ajeno, en este caso, los alrededores urbanos de la capital. Luego, cuando uno cree haber encontrado ya las estrategias de sobrevivir en ese nuevo ambiente y haber desarrollado hasta un cierto sentido de pertenencia, una especie de nacionalismo nostálgico, viene lo inevitable de la segunda migración, al trasladarse uno de nuevo a otro país, a otro mundo mucho más distante y desconcertante, donde no es posible sino terminar dividido, de tanto multiplicarse a un mismo tiempo, en fragmentos de angustia, tratando a contra corriente de ser y de estar siempre entre una triple categoría espacial de desplazamiento existencial: aquí, ahí y allá. El migrante, en general, se construye como sujeto al traspasar fronteras a costa de despedazarse a sí mismo. Por eso, la migración puede tanto integrar lo desintegrado, recomponer la memoria de espacios y tiempos múltiples, como acabar aislándole a uno de sí mismo, desgarrándolo trágicamente de su propio ser al vacío. Soy andina, un documental en el que se baila la historia de encuentros y desencuentros en migración, se propone justamente establecer una comunidad transnacional que, contra todo provincialismo geográfico, étnico, social y cultural, mitigue el desarraigo del migrante. Propone, por ejemplo, formar un espacio común a “todas las patrias”, en el que es posible y totalmente viable, mientras el hombre no se haya vuelto esclavo de sus propios prejuicios[9], ser andina o gringa en Nueva York, Lima, Llamellín o la Cuchinchina. Esta propuesta introduce el paradigma espacio cultural del migrante como modelo de vida moderna: la legítima pertenencia de uno a múltiples espacios sin necesariamente renunciar a su propia identidad, a despecho de lo que con tono de nostalgia imperialista[10] pregonaba Vargas Llosa[11]. Tampoco los pueblos andinos como Llamellín tienen que forzar sus tradiciones y, avergonzados, tratar de borrar sus costumbres para atraer gringos y parecerse cada vez más a Lima o Nueva York, muy de acuerdo con el ideal de los propagandistas de la globalización neoliberal; deben, por el contrario, cultivarlas con toda su riqueza y esplendor, hacer de ellas el signo vital de su diferencia e identidad. Soy andina no propone que se privilegie un lugar, un tipo de baile, una lengua o una cultura sobre la otra. Su mensaje implícito consiste en que el hecho de aprender otras lenguas, bailar otros bailes y vivir en otras partes del mundo que no sean el lugar de origen, no significa renunciar necesariamente a lo suyo y propio, ni cambiarlo ni perderlo. Alienta, más bien, a que por medio de esas manifestaciones culturales la gente no sólo exprese su identidad (Nélida), sino que redescubra sus raíces y llegue hasta donde ellas se encuentren (Cynthia Paniagua). La fuerte identificación de la gente migrante no andina con la película tiene, seguramente, algo que ver con este principio de identidad[12].
3. Soy Andina de ida a las metrópolis (Nélida)
Hay gente que al caminar pareciera estar bailando como si hubiera aprendido a bailar antes de caminar. Hay negros peruanos, caribeños y estadounidenses, que bailan mientras trabajan o se dedican a cualquier otra cosa, haciendo de sus bailes una rutina o, al revés, poniéndole ritmo y dándole tono a la vida rutinaria. Es admirable esa capacidad de internalización rítmica. La admiración crece aún más si se tiene en cuenta que, para la mayoría de serranos, el baile todavía no ha perdido su sentido ritual. En la sierra, se baila en fiestas, plazas y calles en señal de celebración. Pocos son los pueblos que cuentan con un escenario. Las actuaciones y presentaciones de danza y música folklóricas empiezan en las escuelas para continuar, en otro plano artístico, en los coliseos, teatros y contados programas en televisión. De modo que el contexto juega un papel importante en la producción, ejecución y recepción artísticas. En Soy andina, consciente de estas modificaciones o estilizaciones en la trasplantación del folklore fuera de su propio entorno, se hace un inventario detallado de los bailes en diferentes teatros y academias en ciudades adonde se han trasplantado —Nueva York, Nueva Jersey y Lima—, hasta finalmente llegar a los pueblos y ciudades de donde originalmente provienen: Puno, Jauja, El Carmen, Trujillo, Chiclayo y Llamellín.
Cuando Nélida dejó Llamellín para irse a seguir sus estudios, en realidad, se trataba de una embajadora artística que salía a otras ciudades. Durante la penúltima década del siglo anterior, mientras estudiaba en Lima una carrera no artística sino administrativa, ya que no podía ni siquiera plantearse la posibilidad de estudiar y hacerse profesional en el baile para ganarse la vida, pronto se unió a otros embajadores que como ella habían dejado su tierra natal y que formaban parte de la Escuela de Folklore José María Arguedas. Así empezó la larga travesía que terminó en el actual Ballet Folklórico Perú que fundara, junto con Amparo Soria y Luis Iturre, compañeros suyos en el escenario del baile y el de la migración, en Nueva Jersey, en 1991. Sin embargo, la vida, ni en Lima ni en el área de Nueva York y Nueva Jersey, pudo separarla de su Llamellín, aislarla por completo de su querencia. En Nélida vive de veras el escenario de Llamellín y el mundo andino, aun cuando su presencia física pudiera estar en cualquier otro sitio. Para aquellos que la conocen ella alterna, con la misma elegancia y comodidad, las formales reuniones de Nueva York, las de etiqueta, con las humildes papas con ají en chozas andinas que por todo mobiliario tienen un par de piedras y de luz nocturna, la luna llena. Baila, habla y canta en quechua, español e inglés, y, en su casa de Llamellín, ha hospedado tanto a peruanos como a extranjeros de visita. Nélida no sólo mantiene intacto ese poder mágico en los bailes, sino que es capaz de transportar Llamellín y todo el cosmos andino al escenario donde se presenta, no importa que éste se encuentre fuera o dentro del Perú. ¿De dónde le viene esta capacidad de convocación? Claro que la procedencia de su nacimiento, la experiencia artística de tantos años y la cuidadosamente elaborada vestimenta típica, le permiten mantener la autenticidad y solemnizar el baile en su ejecución. Pero, ante todo, ella parece estar poseída, igual que el danzak Rasu Ñiti de Arguedas (8888), por fuerzas de una pasión que sólo los dioses montaña se las podían haber metido en su corazón de niña, allá en Llamellín, cuando apenas podía caminar y se perdía en las calles detrás de los danzantes de fiestas patronales. La sensibilidad de su compañera Cynthia capta de inmediato, en el mismo instante de conocerse y de bailar juntas en la película, ese extraordinario espíritu que trasciende el dominio puramente técnico en el baile de Nélida.
Nélida en Nueva York es también la Llamellina. En los teatros donde se presenta, los restaurantes de comida y música peruanas y en los comentarios que la gente de todas las nacionalidades hace sobre el mundo andino la conocen más como la Llamellina. La Llamellina, por tanto, no es un patronímico cualquiera. Alude a una identidad colectiva. Es un nombre clave con el que hay que empezar no a conocer, sino a vivir y a sentir el Perú andino. Representa a la embajadora y a su pueblo, a la mujer andina que, salvando distancias, evoca la memoria del Indio que el Inca Garcilaso de la Vega adoptó como su nombre en España y del Cholo, con el que cariñosamente le llamaban sus amigos peruanos a César Vallejo, en Francia. Haciendo eco de la historia que sentaron los dos grandes pioneros de la migración andina, los primeros que se fueron del Perú para vivir intensa y eternamente en él, la Llamellina vive y vivirá en Llamellín. La diferencia es que ni el Indio cronista ni el Cholo poeta pudieron volver en vida, debido a las dificultades de un viaje transatlántico, que en sus tiempos se multiplicaban en comparación a las que se experimentan hoy en día, y a la nefasta política gubernamental en el Perú de entonces y el de siempre. Se murieron ambos soñando con volver algún día a su tierra aunque fuera para despedirse. La Llamellina ahora va y viene con frecuencia de Nueva York a Llamellín, aprovechando los beneficios del moderno transporte aéreo y de las carreteras que en los Andes no existían sino hasta hace poco. Hay que recordar que si el Inca Garcilaso llegó a caballo del Cusco a Lima hace más de cuatro siglos, para después embarcarse en el puerto del Callao rumbo a Europa, César Vallejo, hace menos de un siglo, todavía entraba y salía de su querido Santiago de Chuco a lomos de caballo. Lima tampoco adquiere tanta relevancia en la memoria del migrante andino transnacional. Sigue siendo un punto de embarque, de tránsito hacia el exterior. El Inca apenas la vio de paso y Vallejo, a pesar de haber vivido cinco años y medio de su vida y de haber publicado sus primeros libros, se sintió tan exiliado e incomprendido como en cualquier otro país de Europa. En Lima, tampoco la Llamellina dejó de sentirse forastera, una advenediza, a quien el racismo y el desprecio con el que todavía tratan al serrano en ciertas esferas de la sociedad limeña le indignaron e hicieron que, de ser así, tomara el riesgo de sentirse humillada mejor fuera que dentro de su propio país. Lima es ahora una escala necesaria en sus viajes, la ciudad en que baila de vez en cuando y, como su trabajo no se limita a lo artístico, realiza trámites a nombre de pequeñas organizaciones que en su pueblo ayudan y protegen a mujeres solas, madres solteras y niños sin padre. De modo que a través de continuos viajes y cumpliendo con la responsabilidad para con su pueblo, inclusive con el compromiso del alferazgo en la fiesta patronal, Nélida o la Llamellina inaugura una nueva dinámica de desplazamiento andino migrante, la de entrar y salir de las metrópolis[13], que también significa entrar y salir de la migración.
4. Soy Andina de vuelta a sus raíces (Cynthia)
Cynthia Paniagua es una joven revelación en Queens. Personifica a un sujeto migrante cuya identidad se manifiesta múltiple y simultáneamente. Ella se siente a la vez puertorriqueña, peruana y, sobre todo, estadounidense. Es posible que se mueva entre una y otra nacionalidad con la facilidad con que cambia de paso, la habilidad con la que se ajusta al ritmo de un tipo a otro de baile. Su versatilidad no quiere decir, en este caso, superficialidad. Por el contario, la personalidad de Cynthia no conoce límites y tampoco es conformista. Cuestiona a menudo el entorno en el cual se mueve con la finalidad de encontrarle sentido a lo que busca. Para su edad ha viajado y vivido mucho. En Cynthia se encuentra la mujer excepcional, lista y preparada para la tarea de seguirles la huella a los bailes tradicionales del folklore peruano y buscarles su más íntima expresión posible. Su formación profesional en danzas modernas y la especial sensibilidad para hacer del baile una forma de comunicación con los demás y, de manera íntima, con ella misma le permiten emprender este “viaje a la semilla”[14] con éxito. En el extremo final, a la inversa, donde el punto de llegada en el desplazamiento cultural es su partida, el viaje empieza con una Valicha que, bailada en la estación del metro de Nueva York, deja caer algunos dólares más al magro plato de contribuciones que tienen puesto en el suelo intérpretes de música andina y termina, en el otro extremo, llegando al punto de partida, a las entrañas de la tradición de un Alcatraz que se sacude, mediante un meneo de contrapunto entre una nativa y Cynthia, el polvo de la esclavitud negra en una de las esquinas de El Carmen, en Ica.
Cynthia entra en contacto con la tradición de los bailes peruanos en Nueva York. La Llamellina, el Ballet Folklórico Perú y el ambiente musical de fines de semana en el restaurante Pío Pío le sirven de primeros enlaces. Una beca Fulbright le posibilita, después, viajar al Perú para realizar estudios de baile por más de un año. En Lima se matricula y examina en bailes de tradición afroperuana. También encuentra allí fiestas privadas, carnavales y algunas comparsas que los migrantes acostumbran a organizar en ocasiones especiales. Con el ánimo de experimentar el sabor de los bailes en su propio terreno, visita Jauja en el Centro, presencia la fiesta de la Candelaria en Puno, baila en El Carmen y, finalmente, se dirige al Norte buscando la marinera en Trujillo y el tondero en Chiclayo. Toma clases en estas dos últimas ciudades con instructores de reconocida trayectoria en cada género y, por recomendación de uno de ellos, participa inclusive en un concurso de marinera representando a los Estados Unidos, competencia en el que bailando entre los mejores de la región obtiene una mención honrosa y un pequeño trofeo. Al final de este periplo de profunda inmersión artística, vuelve a Nueva York, pasando de nuevo por Lima para un breve reencuentro con familiares y amigos.
Los viajes de Cynthia y Nélida o la Llamellina se entrecruzan en una dirección opuesta. Cuando una está de ida la otra viene de vuelta. Lima y Nueva York les posibilita intercambiar experiencias, bailar juntas, en pareja, abrazarse y estrechar lazos de amistad entre ellas. La ruta que toma Nélida es la de los migrantes de primera generación, la aventura de salir de los pueblos hacia las metrópolis. La que sigue Cynthia, en cambio, es la vuelta a las raíces que conduce a la gente de una segunda generación de migrantes al seno de la tierra de donde provienen sus ancestros. En ambos casos, el impacto en la vida y la personalidad de las protagonistas es grande. Les reafirma la identidad y refuerza el sentido de pertenencia cultural, pero también las descoloca existencialmente. Se altera de manera inevitable la relación que tienen con el medio en que se encuentran. Nélida cuestiona el machismo en la sociedad andina y, aunque sigue fiel a ciertas costumbres, se rebela contra otras normas tradicionales que le parecen inconcebibles. A Cynthia le molesta quedar siempre al margen, fuera del círculo, que la traten como latina en Nueva York y gringa en Lima. Le cuesta adaptarse al caos limeño en un primer momento sin que a nadie, ni siquiera a ella misma, se le ocurriría pensar que un año después se sentiría igual o peor al volver a Nueva York, agredida por el absurdo laberinto de una ciudad que poco a poco va usurpando la tranquilidad. Lo más hermoso de todo esto, por lo menos para mí, es ver que entre las dos bailarinas no sólo continúa la tradición andina fuera del Perú, sino que se consolida. Nélida no pudo realizarse como bailarina profesional en Lima, pero Cynthia en Nueva York lo consigue y logra complementar, además, su formación técnica con la genuina inspiración, el hechizo, que Nélida y los bailes en los interiores del Perú le transmitieron o contagiaron.
5. El converso andino en tiempos de globalización (Mitchell)
Mejor es ir, ver y conocer el lugar de donde vienen los inmigrantes que tratar de echarlos o de quedarse con ellos haciéndose el bueno, maravillado, escuchándoles manipular sus memorias, inventarse historias que en la nostalgia les parecen totalmente ciertas. Mitchell Teplistky conoció a Nélida, recién llegada a Nueva York, y pronto empezaron a mantener sesiones de conversación para intercambiar inglés con español. Las sesiones de intercambio terminaron en Llamellín, ya no con Nélida ni entre el inglés y el español, sino con la gente de Llamellín, entre el inglés y el quechua. Desde entonces, se habla de un converso andino, de un hombre que ya no podía vivir en Nueva York, si no andaba en tropa los fines de semana, con su cámara en la mano, buscando la escena perfecta en festivales, presentaciones, fiestas y parrandas latinas y andinas. Esas escapadas de fines de semana, sin embargo, no le bastaban. Tenía que pasar temporadas largas en Llamellín, en el Perú, para encontrarse a sí mismo y sentirse parte del mundo. Finalmente, de tanto andar confundido entre inmigrantes andinos y de haberse convertido en visitante puntual en las fiestas patronales de Llamellín, decidió dejar su trabajo y su profesión en mercadotecnia a principios de este siglo para, con la terquedad y la ilusión de un niño, entregarse completamente a la producción y dirección de un documental: Soy andina.
La primera oposición seria que encontró en la realización de su proyecto fue Nélida. A Nélida, la simple idea de un documental le parecía una locura, una locura que sólo podía habérsele ocurrido a Mitchell. Se sabe que fueron muchas las veces que se pelearon y las que luego, como buenos amigos, volvieron a amistarse. Es que si Mitchell era su amigo, la cámara, fuera de los escenarios y las actuaciones, era el peor enemigo de Nélida. No soportaba que esa máquina se entrometiera en su vida familiar, en sus asuntos privados. Se sentía perseguida, acosada. Tampoco le era fácil acomodar su trabajo a las expectativas del proyecto de filmación o aceptar, como ocurrió al menos una vez, que le rescindieran contratos de trabajo por la sencilla razón de ser una de las protagonistas en Soy andina. Duro debió de haber sido para Mitchell ir convenciéndola y seguir trabajando bajo estas circunstancias.
El segundo impedimento, tanto o más serio que Nélida, era la financiación. No había dinero, y menos para locuras de esa naturaleza. Mitchell recurrió a la subvención individual e institucional. Tal vez, como resultado de la formación profesional en negocios y la habilidad que tiene en relaciones públicas, pudo comprometer la modesta contribución de más de un centenar de individuos amantes del baile y la cultura andinas, de alguna institución, como la Dance Films Association, y de negocios deseosos —Lima Tours, Lan, Barsol Pisco, Ises, Pío Pío, entre otros— de difundir no sólo lo suyo, sino también la herencia artística de su país. La aventura de buscar esta subvención monetaria suscitó una ligera controversia. Había gente que confiaba en el éxito del proyecto porque, se supone, lo respaldaba un gringo y no cualquier latino ni serrano, un charlatán de esos, sin garantía de competencia técnica ni un mínimo de seguridad en el cumplimiento de proyectos. Otra gente, por el contrario, desconfiaba que un gringo, recién aclimatado, supiera y entendiera lo suficiente como para hacer un documental que no terminara, contra su buena intensión, distorsionando la realidad peruana. En estos días en que los contratiempos económicos, técnicos y de equipo en la filmación, montaje y edición han quedado atrás, ya en momentos de plena distribución de la película en su versión final, la gente asume que el director y productor es peruano y si, por alguna razón, se entera de que no se trata de un peruano se pregunta cómo un gringo pudo haber hecho una película como ésta.
Mitchell Teplitsky no es un caso aislado de conversión andina. Sin ir muy lejos en el tiempo, el Perú del siglo XIX tiene una lista larga de conversos. Antonio Raimondi, tal vez el más admirable y admirado de todos ellos, llegó al Perú en 1850, a los 24 años de edad, para morirse después de haber culminado una labor científica e intensa de 40 años, en 1890, y nunca volver a su tierra milanesa ni a su patria italiana. Durante esos años, se casó con una huaracina, tuvo hijos, recorrió quién sabe cómo 2,250 leguas de territorio peruano y hasta contrajo la verruga. Dejó a su muerte una obra inmensa publicada y un legado invalorable en colección de materiales. El museo que a nombre suyo se creó después, el monumento Raimondi erigido en la Plaza Italia de Lima, la “Estela Raimondi” que él mismo descubriera en Chavín y la provincia que lleva su nombre en Ancash, cuya capital es Llamellín, honran su nombre, su imagen y su trabajo[15].
Pero, el ejemplo más cercano a Mitchell se encuentra en Xavier Albó. Catalán de nacimiento, de nacionalidad española; jesuita, lingüista y antropólogo de profesión, Albó llegó a Bolivia en 1952, se quedó y se nacionalizó. No hay un boliviano como Albó. Nadie se imagina la experiencia que significa vivir con Albó y su comunidad a orillas del Lago Titicaca. En apenas una semana te devuelve la esperanza. Nunca antes se había visto una hermandad tan estrecha entre blancos, indios y mestizos, bajo una sola bandera: la comunidad. Transportado por la fuerza de sus rituales, es posible sentirse más cerca del sol, la tierra y el lago. A diferencia de muchos bolivianos, encasillados a vivir ya sea como indio, mestizo, blanco o intelectual pequeño burgués, Albó vive todas las formas de vida que le ofrece ese país tan diverso a un jesuita, intelectual exiliado de la España franquista, defensor de los pobres, militante de Teología de Liberación Andina y fundador del Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (CIPCA). Su perspectiva para examinar cualquier asunto relacionado con el universo andino es, por tanto, original, distinta y, a veces, hasta fundacional. Cuando en la década de los setenta del siglo pasado se debatía la adopción de un alfabeto, en medio de una guerra lingüística entre la propuesta de tres contra cinco vocales, para la supuesta escritura del quechua, se le ocurrió a Albó pasar un papelito a cada participante en el debate y pedirles a todos que escribieran algunas palabras sueltas que él les dictaba en quechua. El resultado del dictado fue una sorpresa. El número de variantes en la representación gráfica de cada palabra escrita era casi igual al número de participantes. Algunos de los que proponían la escritura sólo con tres vocales usaron cinco y tres, los otros que proponían nada menos que cinco. A todos los que con ferviente pasión buscábamos la lealtad de la escritura al quechua, se nos había olvidado que la escritura de una lengua no era un problema de elección de un perfecto alfabeto, sino que consistía en la implementación de una política educativa consistente[16]. Aunque nada tiene que ver con la escritura del quechua, el documental de Mitchell responde a una perspectiva similar a la de Albó. Visión de otro converso, fuera de la óptica de un peruano o un andino, su originalidad radica en haber cambiado el rumbo, la dirección de la interacción entre el mundo andino y las metrópolis. Ya no se trata de traer como José María Arguedas se imaginaba, con todo lo que tenía de intuitivo, uno de esos barcos modernos que observó en el Rin y en el Hudson y anclarlo en medio del gran río de Apurímac para ver cómo reaccionarían los indios[17]. A pesar de su entusiasta apoyo en esos años a la andinización de Lima, él no podía imaginar que pronto esa invasión iba a llegar tan lejos. De esto es lo que se trata en el trabajo de Mitchell, de irradiar la imagen de Llamellín y el Perú a las metrópolis, difundirla usando la tecnología moderna y también el inglés.
6. La otra Soy Andina detrás de las cámaras
Como documental sobre la identidad y el folklore peruanos en migración, Soy andina cumple con su cometido. Cualquier espectador, bien versado o simplemente interesado en representaciones artísticas y culturales andinas, se encontrará con un material valioso y de primera mano. Aparte del documental en sí, el archivo adicional también ofrece reveladores documentos en el campo de la etnohistoria: una versión de la representación del encuentro entre Atahualpa y Pizarro, por ejemplo. El añadido de este archivo en el documental es un acierto que ha mejorado de manera sustancial las versiones anteriores que se proyectaron. Hay un sinnúmero de modificaciones que han resultado en grandes logros en el montaje y la edición final. Sin embargo, en comparación con la versión del 2007, se nota que la proliferación de correos electrónicos perturba un poco la secuencia de escenas en la estructura y que la eliminación de pasajes claves en la vida de Nélida, en Lima, le quita fuerza al impacto logrado con el tema de la migración. Con todo, al margen de esos detalles menores y sin importancia, el balance general sigue siendo un éxito.
A manera de advertencia, al menos para espectadores no especializados en el área andina ni en el tema de la migración, vale la pena mencionar que el documental se enfoca única y exclusivamente en un aspecto: el artístico y cultural. En Lima como en Nueva York, hay otra Soy Andina migrante que se esconde detrás de las cámaras o que anda ocultándose en medio de los bailes y las fiestas. El ritmo y la melodía de esa otra Soy Andina denuncian una realidad trágica, dolorosa. Una muestra patética de tal situación es la servidumbre doméstica, el trabajo ambulante informal y la desocupación, propios de una ciudad como Lima, que recibe de distintos sitios de la sierra grandes contingentes de mujeres jóvenes, cuyo acceso a los engranajes de la sociedad capitalina y cuyo poder de sobrevivencia se ven amenazados por limitaciones de toda índole. Pero éstas son las mujeres andinas que no hace mucho solían llenar estadios, plazas y coliseos buscando a sus paisanos, conocidos y artistas de sus pueblos con quienes confundirse en uno solo, hablar en su lengua, cantar, bailar, llorar y, a ser posible, acortar la distancia a cobijándose en la memoria.
La otra Soy Andina, la que vive escabulléndose dentro de los laberintos de la ciudad de Nueva York, podría ser nada menos que una indocumentada. La mujer desgarrada que aún, después de haber sobrevivido lo peor, no puede regresar a su pueblo natal, ni siquiera para enterrar a sus muertos ni, mucho menos, para celebrar fiestas patronales. Tal vez, algún día, las cámaras indiscretas de Mitchell la sorprendan, aterrada, escurriéndose entre la gente y la acompañen por otras rutas menos transitadas, buscando otras huellas.
Bibliografía
Arguedas, José María. “Razón de ser del indigenismo”. Arguedas o la utopía de la lengua de Alberto Escobar. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 1984.
_____. El zorro de arriba y el zorro de abajo. Obras completas. Lima: Editorial Horizonte, 1983.
Dillon, Paul H. “Rimapuwasqanku/Presentación”. Escritos mitamaes: Hacia una poética postmoderna de Fredy A. Roncalla. New York: Barro Editorial Press, 1998.
Flores Galindo, Alberto. Buscando un inca: identidad y utopía en los Andes. Lima: Horizonte, 1994.
Matos Mar, José. Desborde popular y crisis del estado: el nuevo rostro del Perú en la década de 1980. Lima: Instituto de Estudios Peruanos (IEP), 1986.
Marcos, Subcomandante Insurgente. Nuestra arma es nuestra palabra, Juana Ponce de León, ed. Nueva York: Siete Cuentos Editorial, 2001.
Melis, Antonio. “Las muertes de José María Arguedas”. Al final del camino, Luis Millones y Moisés Lemlij, eds. Lima: Seminario Interdisciplinario de Estudios Andinos (SIDEA), 1996.
Bustos Chávez, Cristóbal. La vida y la obra del sabio Antonio Raimondi Dell’aqua. Lima: Compañía de Impresiones y Publicidad, 1962.
Roncalla, Fredy A. Escritos mitamaes: Hacia una poética postmoderna. New York: Barro Editorial Press, 1998.
_____. “Diario de música” (manuscrito inédito)
_____. “Calle Grande/Grand Street” (manuscrito inédito)
_____. “Chunniq” (poema en preparación, inédito)
Rosaldo, Renato. Culture and truth: The remaking of social analysis. Boston: Beacon Press, 1989.
Soy andina/I am Andean [videorecording], produced and directed by Mitchell Teplitsky. New York: Lucuma Films, 2008.
Teplitsky, Mitchell. “Screening of ‘Soy andina’ at La Peña in Berkeley (San Francisco).” 24 October 2007. http://www.soyandina.com (20 January 2009).
[1] “Lloqlla [para José María Arguedas] es la imagen de la avalancha de serranos que bajan a la costa, con el espejismo de una vida mejor” (Melis 1996:147).
[2] Para una información más detallada de la situación de Puquio, ver Flores Galindo (1994: 57-58) y Arguedas (1984: 276-277).
[3] “En 1984, Lima es la ciudad de forasteros. Las multitudes de origen provinciano, desbordadas en el espacio urbano, determinan profundas alteraciones en el estilo de vida de la capital y dan un nuevo rostro a la ciudad […] En todos los rasgos que asume el nuevo rostro de Lima, observamos la huella del estilo migrante” (Matos Mar 1986: 73, 89).
[4] Morató
[5] En el último de los apartados de la presentación del libro de Fredy (1998), el testimonio de Paul H. Dillon (1998) presenta una detallada reseña biográfica de cuando el autor pasó por Cornell.
[6] Entre sus trabajos inéditos que profundizan y siguen explorando la orientación poética iniciada en 1998, se destacan: “Diario de música”, texto sobre su reencuentro musical con el Perú; “Calle Grande/Grand Street”, testimonio de lo que es vivir entre Nueva York y el Perú andino; y “Chunniq”, poema en preparación al que pertenecen estos versos: “No decir nada/ En miles de palabras/ Imágenes/ Matices/ Átomos semánticos/ Viruta/ Vómitos/ Juegos/ Corriente alterna/ De único canal/ Apropiación caníbal/ Del opuesto/ Tesis solipsista/ Con exceso mortal/ Caos imperio/ Máscara de orden/ Chunniq/ Chunniq/ Even silence/ Fits the wasteland/ Nakachup pacha”. Fragmentos extraídos de todo este material en manuscrito inédito fueron leídos por el autor en una conferencia sobre Literaturas Indígenas en Latinoamérica, organizada en Columbus, en mayo del 2006.
[7] De Orbegoso
[8] “Hay quienes, incluso marchándose, se quedan. Y hay quienes, incluso quedándose, se van” (Marcos 2001: 66).
[9] “Despidan en mí a un tiempo del Perú cuyas raíces estarán siempre chupando jugo de la tierra para alimentar a los que viven en nuestra patria, en la que cualquier hombre no engrilletado y embrutecido por el egoísmo puede vivir, feliz, todas las patrias” (Arguedas 1983: 136).
[10] Nostalgia imperialista es, según entiende Renato Rosaldo (1989: 87), “todo aquello que la gente anhela justamente después de haberlo destruido” (traducción mía, en éste y en todos los otros casos de traducción del inglés al español que no indiquen lo contrario).
[11] “olvidar su lengua y adoptar la de su amo”
[12] Denise, una migrante brasileña, comenta en inglés después de haber visto una proyección de la película y confiesa: “No soy andina ni he estado en el Perú; pero, feliz, he visto la película en el Lincoln Center, con lágrimas en los ojos la mayor parte del tiempo” (Teplitsky 2007)
[13] García Canclini
[14] Carpentier
[15] El escueto libro de Bustos Chávez (1962) es útil para seguir la obra y el itinerario de los viajes de Antonio Raimondi.
[16] Albó
[17] Arguedas